sábado, 19 de mayo de 2012

El bar del Folies-Bergère de Manet

Hay una obra de Manet que es especial: El bar del Folies-Bergère que pintó un año antes de su muerte a finales de 1883.

 
Hay algo que enseguida llama la atención al espectador, el ensimismamiento de la camarera, Suzon, que contempla el barullo y el jaleo como distante, con la mirada reflejando cansancio, aparentemente ida, aislada.


 

En la superficie frente a la camarera hay botellas de champán, de cerveza rubia y de licor de menta. Entre las botellas lucen brillantes mandarinas y pálidas rosas en un jarrón. La joven ha puesto un ramillete de flores en el ancho escote de su vestido, junto a su blanca piel. Únicamente el gran espejo tras la mujer nos dice donde estamos. Refleja a un hombre con sombrero de copa que mira intensamente a los ojos de la joven,
 

Gaston Latouche,amigo de Manet y también pintor.

Así como una habitación llena de gente, movimiento y brillo.


 







El juego que provoca esta pintura es bastante interesante de observar, porque causa confusión, pero a partir del esquema podemos observar atentamente y comprender las intenciones, el punto de vista del artista.



La joven y su bar se hallan en el famoso y parisino cabaret de las "Folies Bergère".

 


Ningún otro lugar, según recordaba en 1964 un entusiasmado Charlie Chaplin, "exudó nunca tal glamour, con sus dorados y terciopelos, sus espejos y sus grandes arañas". Chaplin actuó allí a principios de siglo, en el programa de variedades: música ligera, ballet, mimo y acrobacia. Y son, sin duda, las piernas y verdes zapatos de un artista del trapecio los que asoman por la parte superior izquierda del cuadro.
El palacio de la diversión se hallaba cerca del Boulevard Montmatre en el corazón de París, la cual era considerada, y no sólo por sus habitantes, la capital del mundo. Hacia mediados del siglo XIX, la capital francesa - cuya población cuadruplicó entre 1800 y 1900 - llegó a ser un símbolo de las artes, de la industria, del progreso de la ciencia y del buen vivir. "A diferencia de otras ciudades, París ya no es sólo una reunión de gente y piedras", declaró un bastante orgulloso contemporáneo, "es la metrópolis de la civilización moderna".
El espectador siente la extraña sensación de ser parte de la escena: como si, en la imagen del dandy reflejado por el espejo de las Folies Bergère, estuviera viéndose a sí mismo. Es una ilusión óptica y la marca personal de Manet que desprecia a propósito las reglas de la óptica y de la perspectiva, y pinta el espejo tras el mostrador como si estuviera colgando oblicuamente con el plano del cuadro. Sin embargo, esta impresión es apoyada por el hecho de que el marco del espejo corre paralelo con el mostrador de mármol.
Guy de Maupassant en su novela Bel Ami, de 1885, se refería al interior del Folies Bergère, donde: “ Un vapor de tabaco velaba un poco, como un niebla muy fina, las zonas lejanas…esa bruma ligera subía siempre, se acumulaba en el techo, y formaba, bajo la gran cúpula, alrededor de la araña de cristal, por encima de la galería del primer piso, cargada de espectadores, como un cielo de nubes de humo”